1972, finales de Agosto. Hay una
gran niebla en Praterias, que se extiende por todo el entorno de Pensión Fonseca, en la Rua de Fonseca. No es la primera vez, ni
será la última. Allí se puede hacer de todo menos dormir. Las calles que rodean La Catedral son un hervidero de vida. Santiago no es aún la capital burocrática
de Galicia. Es una ciudad puramente universitaria, y nosotros tenemos 20 años. 20
años y en Santiago.
Somos tres: José Luis Puchades, a
quien me encantaría volver a ver. Hemos venido con su R8 desvencijado. Mi amigo
del alma: Moncho, y yo. Santiago es nuestro. Nos integramos en los bares, en
las calles, formamos parte de La Tuna sin tener ni idea ni siquiera de cantar.
El único, Moncho, que toca la guitarra y los bongos. José Luis liga de manera
escandalosa, y yo me dedico a lo que luego me dejó enganchado: Aprenderme de
memoria las piedras, la historia y la vida de eso tan maravilloso y desconocido
que es Santiago de Compostela. Pero el profundo, no eso que después han vendido
al turismo.
En Santiago está Mª Jesús, mi
compañera de carrera en Valencia, gallega, preciosa y dulce como ella sola. Y
su amiga Teresa, que se ha doctorado en historia de La Catedral, y con la que
la recorro (a la catedral) una y otra vez memorizando todas las historias que
Teresa me cuenta. Recorremos el Santiago de los santiagueses, por el día y por
la noche. Pasan los días, y no los contamos. Pulpo, Riveiro, tuna, gallegas,
empanadas, gallegas, Riveiro, pulpo. Y los/las gallegos/as, que entonces estaban resurgiendo
con su cultura y se volcaban con quien se interesaba por su lengua. Mucho antes
de que los políticos consideraran un filón volver a aquella preciosa cultura,
nosotros ya habíamos hecho inmersión en la literatura en gallego: Cuentos, leyendas,
antropología; todo lo que pillábamos escrito en gallego nos lo pulíamos, como
una continuación de la lucha que llevábamos en Valencia por leer todo lo
posible en valenciano. Eran los primeros 70, cuando la mayor parte de nuestros
políticos “democráticos” estaban en colegios de curas o apuntándose a las
fuerzas nuevas.
Veníamos de un
campamento de las juventudes del régimen. Nos habían echado prácticamente a
punta de pistola, por rojos. Éramos especialistas de vela, pero también
universitarios, y no comulgábamos con la forma de ver las cosas de un jefe de
campamento que era un oficial de marina muy conservador, un capellán que era
muy del Opus y otros personajes que ya no tragábamos. Y deambulábamos por
Galicia, sin un duro, comiendo muchos días solamente cacahuetes (de ahí puede
que venga mi afición) y otras muchas veces gorroneando al pobre José Luis, que
era el único que trabajaba y al parecer tenía pasta de familia (Y un Renault 8,
no lo olvidemos).
Llevo a Galicia en lo más profundo, desde que empecé a ir en el 70: Sus rías, sus montes, sus playas, sus rúas, sus gentes. Aquellas gentes que entonces conocí y que he podido volver a encontrar cuando he vuelto fuera de la
temporada turística, cuando me he metido por sus caminos rurales, cuando he
pateado sus aldeas. Y aún recuerdo aquellos días de Agosto, con mucha niebla
y lluvia fina, en la pensión Fonseca, cuando podíamos hacer de todo menos
dormir, y cuando las calles estaban llenas de vida y ansias de libertad y llamaban intensamente a nuestros 20 años.
Santiago siempre será para mí todo aquello, y cuando
he podido recorrer sólo, de madrugada, las rúas de su casco viejo, he creído encontrar a mis amigos esperándome apoyados
en aquel R8, hartos ya de que las piedras me engancharan tanto y listos para
marcharnos a buscar otro poco de libertad.
Para Mª Jesús, que sé que lee este Blog desde no sé donde, y para José Luis, a ver si consigo volver a verle, y para Moncho, que va a hacer seis años que nos dejó, pero no se ha ido, y nos estará esperando junto a La Catedral, seguro.
El adiós de la tuna
El adiós de la tuna