Los derechos fundamentales de todo ser humano (La sanidad, la educación, la justicia, el derecho a una vivienda digna, a sacar adelante a una familia, a aspirar a una justicia real, accesible y gratuita...), nunca deberían ser objeto de negocio, especulación o privatización. Si un gobierno gestiona mal, cámbiese el gobierno. Pero que no se utilice la rentabilidad como argumento para el saqueo de los bienes públicos. Los derechos no tienen precio, ni son negociables.


lunes, 14 de marzo de 2011

Explicar Valencia

Me visitan unos amigos europeos. De verdad, de los de Centro Europa. Nos juntamos de tarde en tarde, desde aquellos años 70 en los que coincidimos dando clase en un colegio suizo. Colegio de verano para niños bien, en el que pagaban un pasta para aprender francés. Venían de todo el mundo, algunos en avión privado o con sus coches de lujo. La mayoría con sus chóferes y con su servicio, pocos con sus papás. Para un universitario de la España de Franco aquello era otro mundo. Pero entonces no había Erasmus, y había que buscarse trabajo para salir de aquí, y conocer cosas. Mi primera visita a Suiza me la pagué vendiendo apuntes fotocopiados. De cálculo, de esos con muchas integrales y muchas derivadas enésimas. Una preciosidad, oigan. Trece mil pesetas. Un fortunón (Unos 78,13 € de los de ahora). Eso me permitió ir, conocer, buscar y encontrar un trabajo que me permitía ir en verano, ganar unos francos, hacer unos amigos, practicar un idioma y abrirme a otros mundos. De categoría.

Era una institución curiosa: durante el curso normal, era un colegio de educación especial para niños difíciles. En verano, se financiaba como he dicho, dando cursos muy caros para niños muy ricos. La mayoría de origen germánico, pero venían desde Sudáfrica, Hong Kong, Israel… Interesante mezcla. Además, eran “niños” entre catorce y dieciocho años, por lo que muchos eran ya mucho más grandes que los profesores. Y alguno con más experiencias – de todo tipo – a su edad y por sus posibilidades que quienes allí se suponía que teníamos que controlarlos.

Yo entonces sabía francés (Eso creía) y me ocupaba de cosas tan variadas como las clases de repaso de Álgebra, Cálculo (Imaginaros explicar esto en francés a gente que viene a aprenderlo), defensa personal y excursiones (Esto era un vehículo ideal para conocer Suiza, poder montar viajecitos que además te pagaban)

El colegio era de una orden extraña, de esas que eran muy conservadores en Suiza y muy humanistas en Sudamérica. El director era un sacerdote genial, al que todos apreciábamos mucho y cuyo contacto cuidamos hasta que murió, condenado por su Orden a morir retirado en un sótano húmedo de un húmedo pueblo donde sus fiebres reumáticas le hacían redimir que se había opuesto a vender su querido colegio para que hicieran un hotel. Caridad cristiana.

Además de la plantilla fija (algunos en vacaciones), para el verano íbamos profesores añadidos: Heinz, un genial austriaco, muy católico, estudiante de económicas y sociales , que obtuvo una beca del Kremlim para doctorarse en socialismo (Entonces estaba la Urss en pleno auge). Peter, de Lucerna, hijo elegante de un arquitecto elegante, y a su vez estudiante de arquitectura. Andreas, de la Suiza romanche, hijo y sucesor de un constructor. Y así hasta siete (incluyéndome a mi) universitarios que nos lo pasábamos estupendamente y bebíamos cerveza suiza como auténticos tiroleses.

Además, teníamos los otros siete: Sacerdotes obreros, todos con título universitario, huidos del Chile de Pinochet. Curas comprometidos, realmente. Impresionante lo que contaban, e impresionante el testimonio de los refugiados que se recibían en Ginebra rescatados del más auténtico terror. Quienes quieren ignorar estas “memorias históricas” tendrían que haber visto bajar del avión a alguno de ellos. Gente genial, cuyas historias y ejemplos son inolvidables. Todos están otra vez en Sudamérica. La última noticia de alguno de ellos, en Chiapas. Otros curas, otros.

Todos tenían el vicio del fútbol (Yo no, y no entendía la necesidad de jugar justo después de comer, porque a esa hora en Suiza hace calor en verano, palabra). Todos eran muy buenos. Los sacerdotes chilenos parecía que habían dedicado más tiempo al balón que a la Teología. Tuve que demostrarles mis pésimas condiciones como futbolista, para que me echaran del equipo y así no tener más remedio que dejarme cuidar por las cocineras (Guapas chicas italianas, no es broma, cautivadas porque un profesor les ayudara a quitar la mesa, cosa no vista hasta la llegada de los españoles) y sufrir las siestas desde la sombra mirándoles afanarse al sol tras un balón. Sufrimiento total.

Heinz, Peter y Andreas han venido a verme. La última vez que nos juntamos fue hace quince años, en Viena. Siguen igual: Peter, tan serio y tan puesto. Heinz y Andreas, con ese humor tirolés que hay que compartir para no acabar desesperado. Son gente muy formada y muy informada. Hablamos casi más en inglés (o lo que sea) que en francés (o lo que fuera), porque nos hemos olvidado de todo. Andreas ha venido varias veces a España, pero sigue sin entender nada.

Es muy difícil explicar a unos centroeuropeos lo que pasa aquí. Nada más bajar del avión, Heinz y Andreas me saludan diciendo: “Heil, Mein Camps”, moviendo monetariamente los dedos de la mano derecha. Según me dice Heinz, se lo han enseñado unos erasmus valencianos alumnos suyos en Viena. Somos internacionalmente conocidos, oiga. En toda Europa. Será por lo bien gestionada que está nuestra comunidad. Se ríen mucho, y me toman el pelo todo lo que quieren. No entienden que aquí se vote a quien se vota, y nos comparan con la Italia de Berlusconi. Pero disfrutan como locos con las Fallas, y miran a las valencianas como auténticos quinceañeros. Se mueren de risa con el tamaño de nuestras cervezas, y recordamos con mucha añoranza nuestras veladas con las modestas jarras de dos litros de cerveza suiza. Caían varias para cada uno. Eran otros tiempos, éramos mucho más jóvenes y era otra cerveza. Ahora intentamos recuperar las cervezas perdidas.

Es muy difícil explicar a gente que viene de países civilizados por qué en una ciudad como Valencia no hay ni un mísero retrete público. Para el visitante, y mas en Fallas, y más por el centro de la ciudad, es un padecimiento añadido, innecesario, incomprensible. Hay que entrar en los bares, en muchos de los cuales no te dejan, y hacer largas colas para llegar a lugares infectos, ensuciados por las multitudes precedentes. En toda Europa (Menos en la nuestra) hay servicios públicos en los que, aunque sea pagando un euro, poder desahogarte dignamente. Aquí no. Hacen ordenanzar que te multan por ensuciar (razonable) pero no te ponen solución (irrazonable). ¡That's Ritiland, My dear!

Les cuento que para mear en Valencia hay que ser muy católico, que cuando vino el Papa teníamos por las calles literalmente miles de WCs, muchos de los cuales se devolvieron sin desprecintar. Se fue el Papa, ya no se mea. Nadie sabe quien pagó aquello, quien pidió tantos, ni siquiera si el contratarlos fue iniciativa local (Pensarían que solamente tenían sus necesidades los visitantes por cuestiones religiosas, y no los turistas que vienen a la Fallas, por ejemplo) o parte del caché papal por venir a apoyar a un partido conservador en época electoral: “Foto con el Papa, tanto. Abrazo, tanto más. Bendición y ceremonia: Tantísimo”. Un modelo de gestión de interés público, claro. Se admiran los europeos. Los de aquí, algunos, no paramos de admirarnos. Otros, piensan que también eso es culpa de Zapatero. Valencia es difícil de explicar, realmente.

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