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viernes, 11 de octubre de 2019

El fantasma de la Cigüeña - Cuando estábamos allí

Buenas noches a todos.

Este es uno de los temas que desde hace años quiero exponer tranquilamente. Creo que lo que voy a contar tiene algo que aportar. Lo comenté informalmente en distintos foros que no lo recogieron porque, estimo, no era interesante para el tono de esoterismo en el que se suelen ubicar estas cosas.


No es esta una versión  que pretenda desacreditar ni desmentir los muchos otros testimonios, opiniones, artículos y vídeos que se han hecho sobre el tema. No, todos esos escenarios son posibles y analizables. Esto simplemente es una aportación de información y cada cual que haga con ella lo que quiera. Procedemos.

En 1987 ingresé en la naciente Consellería de Sanidad a través de la Dirección General de Salud Pública, con la misión de ir montando la Informática en una organización en la que aún no existía formalmente, como cuento en esta entrada: La Informática que conocí - 1988 - Pcs en vez de máquinas de escribir.

En 1989, avanzado ya esto, fui destinado por orden directa del Conseller e instrucción del Secretario General al gabinete de aquel estimado y querido Conseller D. Juaquin Colomer, de quien todos guardamos excelente recuerdo. Mis funciones en este gabinete incluían la necesidad de quedarme muchas noches preparando trabajos informáticos necesarios al día siguiente, bien por cuestiones de gestión o por emergencias sanitarias. Tenía pues permiso de las más altas instancias para quedarme hasta que fuera necesario (más de una noche entera me consumieron aquellos ordenadores y aplicaciones mucho más lentos que los actuales)

En el edificio de La Cigüena entrábamos por la C/ Amadeo de Saboya. Hay una gran escalera a las plantas superiores que rodea una gran columna metálica. Al pie de esta escalera estaba la mesa en la que se sentaba el guardia de seguridad.


A la izquierda, en el bajo, estaban los servicios informáticos de la Consellería de Agricultura, y a la derecha la Dirección General de Consumo. Nosotros estábamos en la primera planta. A la derecha según subías estaba la "Planta noble", con el despacho del Conseller y demás altos cargos (Los balcones grandes que se ven desde la calle, en el chaflán). A la izquierda había un pasillo con una serie de habitaciones, ahora despachos, a los dos lados. Al final a la derecha estaban los ascensores, en un hueco en el que se colocaron las fotocopiadoras y alguna de aquellas inmensas impresoras láser de entonces.

Las plantas superiores repetían el mismo esquema, pero sin planta noble, claro.

Cuando llegamos al edificio ya circulaban las historias de las famosas apariciones de la fantasma. Decían que alguno se la había encontrado en el despacho al acudir temprano. También decían que habían encontrado a algún alto cargo en el despacho en actitudes más materiales con una señora poco fantasmagórica, pero historias de estas creo que hay en todas partes.

Se fueron incrementando los rumores y las presuntas raras experiencias sucedidas a los guardias, que no nos llegaban nada claras porque obviamente ni la empresa de seguridad ni la Secretaría General veían con buenos ojos que esto pudiera trascender a la prensa.

Yo detectaba el incremento de tensión en alguno de los vigilantes que estaban las noches que me tocaba quedarme. Solían ser gente muy maja con la que me gustaba conversar, más que nada para que tuvieran constancia de que yo me movía por el primer piso, y de que no estaban solos. La mayor parte de ellos dedicaba el tiempo disponible entre rondas a estudiar oposiciones, y alguno a empaparse revistas de armas, sobre las que teníamos interesantes conversaciones. Quiero decir con esto que no eran, en principio, personas aparentemente asustables.

Yo bajaba a cenar a alguno de los bares de los alrededores, y a la vuelta aprovechaba para recordarles que estaba por arriba. Aún así, y en medio de la psicosis, una noche, sobre las cuatro de la mañana, al bajar vi que la mesa del vigilante estaba vacía. Tuve un presentimiento y le llamé por su nombre (me preocupaba de saberlo en previsión de esto) "Fulano, que soy yo, que salgo ya."

Dicho esto me sale de detrás de la esquina que estaba yo a punto de doblar el guardia, pálido y con las esposas en los nudillos, dispuesto a dejarme seco de un golpe "Ostia, tío, me había olvidado de que estabas y me he asustado con los pasos". Afortunadamente, me libré de un hierrazo en mi cráneo nada fantasmagórico, pero esto demostraba que sobre estos trabajadores empezaba a haber presión con el tema.

De tal forma que una noche en la que no estaba yo (realmente me tenía que quedar pocas, afortunadamente) fue cuando se desató el caso famoso en el que encontraron por la mañana al guardia con un ataque de pánico, jurando que no volvía a entrar al edificio. Sobre estos hechos se ha escrito mucho, Internet está llena de referencias y no quiero aburriros. Tampoco me declaro sobre si son ciertas o no, lo que sí es seguro que una persona suficientemente influida puede llegar a ver apariciones y estar convencido de que son reales. Y aquí entra mi aportación:

Las versiones que a mi me llegaron era que "El fantasma sale de las habitaciones y flota por el pasillo hasta llegar a la escalera, donde desaparece". Este era el denominador común que logré sacar de las conversaciones con los vigilantes y sus informaciones internas. Ahora fijaros en este esquema, un tanto burdo pero espero que clarificador:


Durante todo el día las fotocopiadoras estaban en marcha, generando ozono (ionizado positivamente). Creo que había cuatro en el mismo cuarto que en realidad era el descansillo de los ascensores. Sin ventanas, solamente los huecos de los mismos.

Por las noches, en determinadas circunstancias, los gases son impulsados por el pasillo por la corriente que entra por el hueco de los ascensores y tiene, como salida natural, el hueco de la escalera.

La interacción de una nube de gas ionizado sobre una persona genera, sin duda, sensación dérmica, más si la persona está ya en tensión. De ahí las experiencias que algunos narran al respecto.

Estas nubes son susceptibles de tener determinada luminiscencia, o reflejos. De forma que lo que una persona vería es algo gaseoso con tenue iluminación flotando por el pasillo. Está claro que si piensas en fantasmas ves un fantasma y si eres religioso ves a La Virgen. Lo que ves se traduce en función de tus creencias. Y ya está el susto.

Es evidente que cualquier nube ionizada cuando choca con una columna metálica se neutraliza. el fantasma desaparece, claro.

Como veis, es una explicación sencilla que puede justificar algunos de los incidentes. No quiero decir que el tema se reduzca a esto, pues al parecer las historias de fantasmas surgen de antes de que existiera allí la Consellería y las fotocopiadoras. El caso de las visiones inducidas por ionización del aire era frecuente cuando investigábamos, allá por los 70, los casos ufológicos.

Se hablaba también de las continuas llamadas de teléfono. Aparte de que no sé qué relación habrá entre los fantasmas y los teléfonos, hay que decir que siempre ha habido gente que, ante una emergencia sanitaria llama a cualquier teléfono que ponga Sanidad. En muchas ocasiones, incluso con centralita por medio, nos han llegado a Informática llamadas solicitando atención médica. Que en una Consellería de Sanidad suenen los teléfonos por la noche no debía ser extraño, y menos en aquel tiempo en que el personal confundía servicios.

También se hablaba de que se oía a un niño llorar. Os puedo asegurar que una persona sola en un edificio con esas historias puede acabar oyendo llorar niños y cantar saetas el mismo Lucifer. Y el que crea que está libre que pase por la experiencia.

Personalmente nunca llegué a ver el fantasma, ni se me cruzó nunca una señora en camisón. Tras el evento contado, algún compañero me insistía en quedarnos por la noche y subir a la segunda planta donde era más frecuente la aparición. Evidentemente, y más después de la experiencia en la mili que conté en Cuarto Milenio (La experiencia-inexplicable-fisico-Angel-Ocon - este enlace está muy cortado, la intervención entera dura más) no me gusta jugar con estas cosas,

Dicho esto os pongo algunos enlaces para refrescaros la memoria:

El fantasma de la conselleria.

Cuarto-milenio - La dama de la Cigüeña

La Generalitat no cree en fantasmas

Al asunto se le echó tierra pues, como ya hemos dicho, ni a la empresa ni a la Generalitat les interesaba que este tema se aireara.

Y termino insistiendo que, como se procede en en el tema ufológico, he intentado ver las explicaciones racionales que pueden solventar un porcentaje de estos incidentes. Que haya cosas que, descartadas estas, puedan seguir aconteciendo sin explicación hasta el presente no lo niego.

Para acabar y relajarnos, un poco de humor. ¿Los fantasmas saben qué ponerse?

Espero que os haya parecido interesante. Hasta la próxima entrada, gracias por vuestra compañía.

Mapa general del blog


sábado, 26 de enero de 2019

La pulsera de salud: Pulsana

Esto es un cuento de ficción, cualquier parecido con la realidad, presente o futura, es mera coincidencia. En ningún caso se promueve o ataca marca ninguna.

Capítulo 1 - Una pulsera mágica


Un principio sencillo


Se vendieron millones de pulseras, su precio las hizo accesibles a casi todo el mundo. En un principio sus funciones eran muy básicas: Te daban la hora (adiós, relojes), te decían cuantos pasos habías hecho, cuanta distancia habías andado, tu pulso. Y mediante la conexión con el teléfono móvil tenías un control completo de estos datos. Además, otras personas podían tener acceso a ellos (autorizándolas tú, claro) y así montabas redes que se incentivaban mutuamente. Todo un éxito.

Se consiguió que la gente llevara puesta la pulsera durante todo el día, para ver cómo dormías, cuales eran tus picos de actividad, etc. No se sabía que todos estos datos, a través del teléfono, eran almacenados en una gran base de datos que luego se iba a ofrecer a los seguros médicos, a los empleadores, etc, "convenientemente anonimizadas y solamente con fines de investigación", claro.

Aplicación reloj de pulsera inteligente para la salud — Archivo Imágenes Vectoriales


Completando funciones

El siguiente paso fue desarrollar un conjunto de funciones que calculaban tus índices de colesterol, triglicéridos, etc. No hizo falta cambiar la pulsera, el hardware que nos habían vendido era suficiente. Nadie se explicaba cómo conseguía este aparato acceder a esa información de nuestro cuerpo, pero se acogió muy favorablemente: Ahorraba millones de análisis, no era necesario pinchar a nadie, el programa, convenientemente actualizado a través del móvil también, se cuidaba mucho de darte las alertas adecuadas cuando tus índices sobrepasaban los límites adecuados. Todo un avance.

Nacen PULSANA y su PUC

En el mejor momento de éxito de la pulsera el fabricante decidió ponerle un nombre, ya que formaba parte de la vida de las personas como su mejor amiga. Se llamaría PULSANA, nombre muy acertado pues enlazaba con los que otras grandes multinacionales habían puesto para sus asistentes digitales. Así, "Pulsana acompaña tu vida y cuida de tu salud" era el mensaje por el cual los papás regalaban en cuanto podían una pulserita a sus hijos.

Se anunció que cada pulsera tenía un PUC (Pulsana unique code), de forma que mediante este se podía identificar al portador. Faltaba el milagro: Identificar unívocamente al portador con la pulsera, que nadie se la pudiera cambiar.

Apareció una nueva función mágica: Una vez puesta la pulsera, y con la aprobación expresa del usuario dada a través de la aplicación del móvil, la pulsera establecía un algoritmo con los parámetros que conseguía del organismo del portador que hacía que solamente pudiera funcionar en la muñeca de este, y en ninguna otra. De hecho, cuando la pulsera se quitaba de su "dueño" dejaba de funcionar. De esta forma, cada persona portadora podía ser identificada con ese PUC.

Esto revolucionó muchas cosas. Astutamente, el PUC tenía el mismo número de caracteres que la mayoría de carnets, y sus posibles combinaciones alfanuméricas daban para muchos usuarios. ¿A que llevó esto? A que gradualmente las bases de datos sanitarias, bancarias, etc, aceptaran el Pulsana Unique Code como identificador del usuario. Y no hacía falta autoridad aseguradora, porque ya la empresa había conseguido que las autoridades internacionales certificaran que la asociación PUC-persona portadora era única e inequívoca. Unívoca, para ser exactos.

"Pulsana te pide hora en el médico cuando lo necesitas" - La aplicación conectaba con tu sistema de salud (público o privado) y negociaba tu reconocimiento enviando previamente (tú habías autorizado al asociarte la pulsera) los parámetros de tus análisis, que ella había tomado. Incluso los informes de sueño.

Aparece MAMÁ

"Pulsana te paga los gastos" - No exactamente, claro. Mediante la pulsera se adaptaron los mecanismos de pago e incluso de obtención de efectivo. Era como si pagaras tú con tarjeta, solamente arrimando la muñeca, o incluso ni eso si estabas suficientemente cerca. La señal estaba encriptada con potentes algoritmos que garantizaba que solamente un tratamiento muy sofisticado de la misma pudiera piratearla. Y es que estaba encriptada con tu organismo. Para desencriptarla en el destino se había desarrollado un megagigaterasuperconputador que simulaba tu organismo y, actuando de intermediario, permitía el proceso en la base de datos destino.

A este megagigaterasuperconputador, cuya ubicación, composición y demás datos se guardaban en el máximo secreto, pero que interaccionaba con cualquier red a velocidad instantánea, se le pensó llamar DIOS, pero se temió que esto fuera mal acogido por los radicales. Se le pensó llamar entonces  PAPÁ, pero se temió que se acusara al nombre de patriarcalismo machista, así que se le llamó MAMÁ que era mejor acogido por los portadores y las portadoras. Además, se confirmó que aquellos mensajes que comienzan con la palabra "Mamá" bajan la guardia subconsciente del receptor y penetran mejor, influyendo de forma más potente en sus procesos mentales.

Mamá está preocupada

Pero esa simulación de tu organismo tenía otra utilidad, que era extrapolar y simular con tus datos las posibles evoluciones de tu vida, de forma que se supone que solamente a ti te podían enviar alertas de la forma "En tres meses generarás una diabetes" "Tu hígado se está recuperando", etc. En el caso en que persistiera la situación, los mensajes cambiaban a "Mamá está preocupada", "Mamá va a llamar al médico", etc.

También tú podías haber autorizado a tus próximos para que tuvieran acceso a esos datos, de forma que ellos también sabían cual podía, muy probablemente, ser tu evolución. En ese caso los mensajes se transformaban en "Mamá está preocupada por la tensión de X". Y tu familiar era así cordialmente invitado a corresponsabilizarse de tu salud. Lo que no se sabía es que mediante un módico precio, que variaba con la cantidad y calidad de los datos obtenidos, esta información se transmitía también a otras entidades. Por ejemplo, a tu empresa "Su empleado XX presenta altos índices de alcohol en sangre en horas de trabajo". Desde luego, las agencias de seguridad podían, en cualquier momento, saber tu situación de salud

El microchip

Se pensó en un principio que la incipiente posibilidad de insertarse microchips con un código identificador emitido mediante señales de radio iba a ser rival para la pulsera. Mentira: El microchip no tenía pantalla. La pulsera, además de decirte la hora, cada vez iba consiguiendo un interfaz más humano. Rápidamente los microchips dejaron de ser una opción interesante.

Una pulsera que no es pulsera

Existía la posibilidad de que la gente se quitara la pulsera. No era necesario, porque Pulsana ya aguantaba la inmersión hasta los -500 mts, donde era muy difícil que la mayoría de usuarios llegaran. Podías hacer cualquier actividad con ella. Pero aún así se desarrolló un tejido absolutamente compatible con la piel humana, capaz de crecer con la muñeca, libre de toda generación de alergias. Se podía elegir en cualquier color, aunque por defecto era transparente. Más adelante se consiguió, mediante la aplicación en el teléfono, que pudiera cambiar de color a elección. O incluso asociarla su escala cromática a alguno de los parámetros de forma que, por ejemplo, se fuera poniendo roja cuando te subía el pulso.

Una aplicación de esto fue la utilización del ciclo menstrual de las mujeres para generar avisos. Los días "rojos" y "verdes" de aquellas que, por convicciones religiosas, no usaban contraconceptivos estaban fiablemente controlados. También, claro, en los casos de embarazo la pulsera te avisaba discretamente.

PULSITA para los niños

Obviamente, interesaba poner PULSANA  a los bebés desde el momento de su nacimiento. A la posibilidad de que la pulserita fuera creciendo con él (al principio había que cambiarla en función del crecimiento, pero con el tiempo se consiguió que la "correa orgánica" le acompañara, sin quitársela, hasta la adultez) se le añadieron múltiples funciones ideales para los padres. Por ejemplo:

Tu hijo respira
Puesto que la obsesión de la mayoría de los padres de que su hijo podía dejar de respirar en cualquier momento, se podía sincronizar la pulsera con el pulso del niño. Así, esta generaba su pulsación en la muñeca del progenitor.

Tu hijo tiene fiebre
Ya no eran necesarios los termómetros. Un mensaje al padre: "El niño tiene 37,5ºC", acompañado de un mensaje de Mamá: "Mamá dice que le des Paracetamol jarabe 3ml una vez cada 8 horas. Mamá te avisa". Se acabaron las llamadas al pediatra, las noches en vela. Mamá te despertaba si hiciera falta.

¿Dónde está tu hijo?
Otra de las funciones muy atractivas para los padres era el control continuo de la ubicación del niño. Bien dentro de un plano de la habitación que PULSITA era capaz de hacer o en un mapa de cualquier zona podías delimitar límites, en función de la edad del niño, para que la pulsera te avisara si salía. Obviamente, te indicaba si estaba acostado, de pie, tumbado, andando. Al crecer podías saber si estaba realizando alguna otra actividad que acelerara su pulso, e incluso que incrementara sus hormonas. El control de la ingesta de cualquier bebida, droga, etc, era tan rápido como su disolución en sangre. Mamá te decía: "Tu hijo está bebiendo cerveza acompañado de otros tres PUCs correspondientes a dos varones y una hembra". Y es que en el próximo capítulo veremos:

Las funciónes sociales de PULSITA/PULSANA

jueves, 27 de abril de 2017

Un coche bizco

Buenas noches a todos.

He encontrado las fotos de este coche y creo casi una obligación contaros una historia familiar. Es una historia como todos tendremos, pero las familias son algo que desaparece con el tiempo. Se transforma, evoluciona. Aquella familia de nuestra infancia, con sus miembros, sus relaciones entre ellos y sus circunstancias ya es cosa pasada. Entre todos la matamos y ella sola se muere, en una evolución natural. Por ello, es una pena que estos pequeños recuerdos desaparezcan, y por eso os lo cuento, porque sin duda todos tendréis algúnos recuerdos que quisierais dejar fijos, al menos en papel.

Hasta muy avanzada la década de los 60 tener coche en España era algo para los privilegiados, muy lejos de la clase trabajadora. El franquismo no permitía la importación de vehículos, y la Seat fabricaba pocos de aquel modelo Seat 1400 que solamente se veían como coches oficiales y en manos de alguna familia "bien". El seat 600 ya se estaba fabricando, pero tanto su precio como la larga espera los hacían muy difíciles de conseguir.

Con esas circunstancias, mi padre, que tenía un amigo que tenía un taller, compraba al principio de verano coches más o menos de enésima mano para poder llevarnos por las tardes a la playa, y los revendía (había mercado) mejor o peor cuando se acababa el verano.

Pasaron así por sus manos (y nuestros traseros) unos coches que hoy harían la delicia de los coleccionistas, y que hacían padecer a mi padre lo indecible por sus averías. Pero el hombre conseguía llevar a sus hijos a El Saler, lo que en aquel entonces era toda una aventura. Todavía recuerdo aquella Cruz de los Caídos, que entonces no sabíamos lo que significaba, y aquellas dunas y playas solitarias y salvajes. Y el olor maravilloso que todavía me llena cuando lo respiro.

Vivíamos entonces en la Calle Boix de Valencia, en la parte antigua, distrito Catedral. Entonces era una zona humilde, hoy es una calle de hoteles y restaurantes de capricho y fincas en reserva para apartamentos turísticos.


Ahí, a la derecha, donde está el edificio blanco, estaba el Colegio de El Pilar, que en 1957 se trasladó a Blasco Ibáñez (Malas lenguas contaban hasta muchos años después malas historias sobre apropiaciones de terrenos e impago a los expropiados, cosa que nadie creía porque la iglesia franquista lo hacía todo limpiamente y de rechupete, y no estaba conchavada con el poder, que este país siempre ha sido muy así.)  Evidentemente, el de la izquierda era un edificio mucho más venerable y bonito. Los de detrás siguen siendo los que eran, aunque rehabilitados.

Pues esta calle, como otras muchas, entonces estaba sin coches. Solamente se veía aparcado el de mi padre, cuando lo tenía. Así que sus idas y venidas e incidencias eran de conocimiento común.

La calle era como una familia: Nos conocíamos todos, y en cuanto llegaba el calor nos bajábamos a cenar con la silla y el bocata (en nuestro caso desde un quinto piso sin ascensor) y hacíamos en la calle la "sopaeta". No había televisiones, o muy pocas, y nos gustaba más el cuchicheo del personal y la compañía de la gente. Los niños estábamos jugando en la calle hasta muy tarde, y no teníamos móvil ni nada que nos tutelara, ni miedo a las agresiones. Aquello era un entorno de personas, no de borregos asustados por los telediarios.

Recuerdo especialmente un patinete "de roces"  (más o menos como el de la imagen) que me hizo mi padre con madera a partir de unas ruedas de rodamientos conseguidas en un desguace. Todavía conservo esas ruedas. Y es que aquel patinete fue valiosísimo para mi, no solamente porque me sentía el rey de la calle, sino principalmente porque me lo había hecho mi padre, que es lo que da a cualquier juguete un valor incalculable.

Volviendo a los coches, uno de esos veranos mi padre compró uno exactamente como este: Un Peugeot 402, que todo el mundo conocía en el barrio por "el coche bizco", dada la posición de los faros delanteros.

Con aquel coche, que parecía un poco más fiable, mi padre se sentía más seguro que con los trastos anteriores. Así que, además de los consabidos viajes a El Saler, un verano decidió que toda la familia nos íbamos a Madrid, a ver a mi abuela paterna y al resto de la familia, puesto que tanto mi padre como mi madre eran madrileños de pura casta (Cava Baja y Las Vistillas, ahí es ná)

Así que la familia embarcó un día de principios de agosto decidida a coger aquella carretera nacional que pasaba por el Portillo de Buñol, el famoso Puerto de Contreras, el de Perales y tantas otras vicisitudes de aquellas vías hoy inimaginables. Y los cinco, incluyendo la abuela materna, con maletas y tal, subimos al bólido que nos llevaría a la capital.

De entrada, había un detalle técnico sin importancia, excepto para mi madre: La caja de cambios estaba tan desgastada que las marchas se salían, y mi madre tenía que ir, en su puesto de copiloto, sujetando la palanca. Imaginaos esto en todo un viaje largo.


Pasado Requena, con un calor espantoso y el coche, claro, sin aire acondicionado, un recalentón hizo saltar la tapa del radiador frente a nosotros, junto a un bonito chorro de agua. Así que tuvimos que parar.

No creáis que entonces la carretera era como ahora, no. Pasaba poca gente, y no había ni móvil ni asistencia en carretera: nada.

Afortunadamente, una cuadrilla de segadores que había por allí nos dejó el botijo, y mi padre paró una moto que pasaba y le llevó al pueblo más próximo. Volvió en otra moto con un mecánico que, sin otro material, confeccionó un tapón para el radiador con un bote de leche condensada. Y con esta reparación seguimos camino, con la idea de parar en Motilla, que era el pueblo más importante y con más posibilidad de una buena reparación.


Evidentemente, íbamos acumulando retraso. Llegamos a Motilla y nueva búsqueda de mecánico que nos arreglara ese coche. Nuevo retraso.

Aparentemente bien revisado y arreglado el animalito de aquellas averías detectadas por el genio aquel, cogimos carretera y cual fue nuestra alegría cuando, ya avanzada la tarde, el coche se nos va ahogando hasta que afortunadamente pudimos parar junto a un pino a la orilla del Pantano de Alarcón. Aquello no tiraba.

Nueva búsqueda de moto por mi padre y regreso a Motilla. Otra vez en moto con el mecánico motillano. Y resultó, mire usted, que al repasar el chiclé del carburador habían sustituido un tornillo original que llevaba un orificio por el que pasaba la gasolina por otro nuevo sin orificio. Nadie se explicaba cómo aquel coche, con el paso del combustible cegado por tan ingenioso cambio, había podido llegar desde Motilla hasta el pantano de Alarcón.

Total, que con esta historia y alguna que otra incidencia insignificante al lado de estas, llegamos a la Cava Baja a las tres de la mañana. Mi abuela y mis tíos estaban en los balcones esperando, la mar de preocupados (recordad: no había móviles ni cabinas en las carreteras) y nosotros habíamos batido nuestro propio récord de tardanza en ir a Madrid: 17 horas! Ni con el tren de entonces.

Entonces, en la Cava Baja se podía aparcar. Y no sólo eso, sino recuerdo desde los balcones de mi abuela estar inmerso en los mercados que algunas mañanas amanecían en esa calle, con las verduras casi al alceace de la mano, y el Mesón del Segoviano, cuyos dueños eran muy amigos de mis abuelos, enfrente.

Pero no creáis: con ese coche recorrimos la sierra de Madrid: El Escorial, San Rafael... Y despues volvimos a casa en un tiempo razonable. Claro: había pasado de nuevo por un mecánico con más equipamiento.

Otro año mi padre compró un Morris Van, que era una cosa más o menos como este pero en gris. Con él estuvimos a punto de chocar de frente contra un tanque. Pero esa es otra historia que ya os contaré si os gusta esta,


Espero que os haya parecido interesante  Buenas noches y hasta la próxima

domingo, 12 de octubre de 2014

La salida controlada.

Esto es pura ficción, puro calentamiento de tarro. El que vea segundas intenciones y semejanzas con la actualidad, personas físicas o jurídicas existentes o existidas, es un retorcido, oigan.

Había una vez un país gobernado en realidad por un grupo de personas muy poderosas, que controlaban de una manera u otra tanto el poder económico como los medios de comunicación, y muchas otras instituciones importantes. Aquel país simulaba ser una democracia, porque hasta entonces había sido lo más rentable, tanto para negociar con otros mercados como para mantener sumisa a la plebe, que había aguantado durante muchos años al dictador al que estos señores habían financiado para que acabara con todos sus opositores, casi a riesgo de reducir la población del país significativamente.

Habían ganado muchos años de beneficios. Pero tocó cambiar, porque la olla empezaba a bullir y la situación internacional lo aconsejaba. Se inventaron una cosa a la que llamaron Transición, que les aseguraba seguir mandando de forma que tampoco pareciera que mandaban ellos.

En aquella transición empezó gobernando un partido más o menos controlado. Pero estaba claro que había que prever una salida, para seguir manteniendo la apariencia de democracia, no fuera a ser que ganaran los comunistas y entonces se iban a perder importantes apoyos e importantes negocios, y los jefes de los jefes se iban a enfadar. Y se desempolvó y alimentó un pequeño partido, con un dirigente resultón, que decía ser de izquierdas y daba la imagen.

Consiguieron así una alternancia bipolar: Ahora los conservadores, que controlamos y ellos lo saben, y ahora los otros, a los que controlamos y ellos no lo quieren saber.

Pasaron los años, y nuestros super-amos hicieron pingües negocios, con unos y otros. Si alguno de los gobernantes se ponía borde, se le enseñaban los trapos sucios que se guardaban de él (si no hay, se inventan) o se le ofrecía un bonito cargo para su retiro. Cosas del ser humano, que para lo de los demás suele ser de izquierdas y para lo suyo muy de derechas (excepto honrosas excepciones, que las hay).

También se desempolvaron viejos sindicatos, que empezaron recibiendo un gran patrimonio, por lo perdido en la guerra, y muchas subvenciones. Y los sindicatos hacían su papel, mire usted, que es reconducir las protestas, canalizarlas y orientarlas. La relación entre esta orientación y las subvenciones ya era cosa de la mala prensa y de los malpensados.

Pero llegó un momento en que la gente ya no tragaba. La gente ya no quería ni al partido oficial 1, ni al 2. Y ya no se fiaba del sindicato oficial 1, ni del 2. ¿Qué se podía hacer? ¡A ver si va a resultar que sube la izquierda de verdad, esa que no controlamos y que nos saca los colores!

Entonces recordaron la historia del Rey de Sihun, que tenía tres rivales. Ante la caída de su prestigio, se temía que el rey perdiera el trono ante la coalición de los tres enemigos. Todos tenían segura la pérdida del trono, y lo que era peor, temían que se descubriera de verdad el grado de corrupción nacido y ocultado durante los años del mandato del Rey.

“No temáis: La gente no nos quiere, pero tampoco se fía de ninguno de mis tres rivales. Crearemos un cuarto que les diga lo que ellos quieren oír, que les prometa lo que quieren esperar. Se subirán todos a ese barco, y luego, como lo hemos creado nosotros, lo hundiremos.”

Así fue. Apareció un nuevo adalid, noble y generoso. En todos los rincones, en todas las plazas, se pagó a gente que cantaba las excelencias del nuevo héroe. Él tenía la solución de todo. Nadie sabía cómo, pero lo iba a arreglar todo de diferente forma que los reyes tradicionales. Y fue ganando seguidores, y los rivales eternos del Rey fueron perdiéndolos, de forma que ya no eran amenaza.

“Señor, hemos creado un monstruo que ahora se nos comerá, decían sus generales al Rey. No temáis, respondió este: Dentro de sus seguidores ya he prometido el poder a varios de ellos si le pasa algo al Adalid.”

Así fue, la sabiduría de aquel tirano (los tiranos no son tontos, lección 1) hizo que, tras arrebatar seguidores a los tres rivales, el partido del nuevo adalid quedara desmembrado por las luchas internas. De esta forma, el Rey había desactivado la amenaza, desorientado y desesperanzado aún más a la población y convencido de que, puestos a tener tiranos, más vale uno conocido.

¡No se hable más!, dijeron. Hay que crear a la criatura y alimentarla con nuestros poderosos medios de comunicación.

Y así hicieron. Y dedicaron todo su esfuerzo a desprestigiar aún más a sus antiguos servidores: Aparecían noticias continuamente sobre corrupción de unos y otros, se extendía la incompetencia del partido gobernante (o quizá se dieron órdenes, porque tan incompetente no se puede ser sin querer) y se creó un caldo de cultivo que fomentó al Nuevo Adalid, que para más cachondeo se lo creía y todo.

Pero estos señores no sabían, o no recordaban, que la historia del tirano oriental podía variar. Por ejemplo, los capitalistas alemanes fomentaron el ascenso del partido nazi para que frenara a los comunistas. Claro, el partido nazi llevó a Alemania y a medio mundo a la ruina, pero no necesariamente a sus promotores. A lo mejor aumentaron su negocio y todo.

Es que esto de comerse el coco…

lunes, 8 de septiembre de 2014

FALLO GENERAL

Me despierta el calor. El aire acondicionado no funciona. La lámpara de la mesita de noche tampoco. No hay corriente eléctrica.

Me levanto. Abro la ventana. El bochorno de la noche de finales de verano sobre Valencia penetra rápidamente en la habitación aún fresca. La calle está oscura. Todo está oscuro. No se ven más luces que las de los coches, pocos, que pasan a esta hora. Ya casi está amaneciendo. La parte que veo de la ciudad está sin luz. Ni calles, ni fincas. Nada.

Pienso que no puedo hacer nada, y que será un fallo pasajero, así que intento dormir. Miro el despertador. Al menos, las pilas funcionan. Me quedan dos horitas todavía. Hay que aprovechar.

Las 6:45. Ahora siento que sí funcionen las pilas. Sigue sin haber corriente eléctrica. Levanto las persianas, y la débil luz del cercano amanecer me permite andar por casa sin tropezar. Voy a ducharme.

¡Mierda! No hay luz, pero tampoco agua. Un fino hilillo cae de la ducha. El calentador está apagado, claro. Pero no importaría si hubiera agua, es verano. La bomba que impulsa el agua desde la portería no funciona, claro. Pegas de estar en un piso alto. Esto se pone feo. Uso la cisterna del WC casi con pesar, pues no sé cuándo se va a volver a llenar. ¿Afeitarse? Malamente, sin luz ni agua. Así que me lavo la cara con colonia y caigo en que ¡Mierda otra vez! No irán los ascensores y me va a tocar bajar los doce pisos por la escalera, con lo mal que tengo las rodillas.

La nevera, pienso en la nevera. Se nos van a descongelar los alimentos. La abro y veo que está todo aparentemente bien. Confío en que la restauración de la corriente será pronto, así que cierro y cuando vuelva de trabajar me preocuparé. Pongo el transistor, pero coge poco. Muevo el dial cuidadosamente hasta que sintonizo una emisora: Radio Nacional, emisión de urgencia, emitiendo con la corriente producida por generadores, según dicen.  Poca potencia, se oye muy mal. El apagón no es sólo en Valencia: Es en todo el mundo. ¡Coño! Mi sorpresa es tremenda. ¿Cómo puede haber un apagón mundial?

Según la radio, no se puede culpar a los terroristas, ni a un accidente, ni a nada: El apagón es mundial. La corriente eléctrica ha dejado de fluir, y solamente se dispone de la que generan los generadores de combustión, pero con muy mal rendimiento, y de la que queda en las baterías. (Será culpa de Zapatero, pienso yo que dirán los del PP). Las centrales hidroeléctricas, nucleares, etc. siguen produciendo, pero la corriente desaparece, no se transmite por la red.

El Gobierno pide a los ciudadanos calma, no malgastar las baterías de los teléfonos y reservarlas para emergencias (Incluso los teléfonos fijos van ya en su mayoría con electricidad, así que esos no cuentan), y mantenerse a la escucha a través de los transistores. Afortunadamente, anoche cargué el móvil, así que llamo al trabajo. Me dicen que ni vaya: No hay corriente, no hay ordenadores, ni luz, ni aire acondicionado. No se puede hacer nada.

Miro por el balcón: A las puertas del supermercado de la calle se está haciendo ya cola. La gente está nerviosa. Miro nuestras reservas. Necesitaremos agua, pilas, latas. Todo aquello que no se vaya a estropear sin nevera. Cojo el carro de la compra y me bajo. Mi mujer dice que soy un exagerado y que sucumbo a la histeria general. Probablemente. Pero un exagerado con provisiones es mucho más divertido que un prudente con sed.

Llego a la cola. Admirable. No son las nueve de la mañana y ya hay un montón de gente, de forma que los del súper han puesto al vigilante en la puerta. Pasa un coche de la policía con altavoces: “No se alteren, esto pasará pronto, todas las potencias están analizando las causas. Mantengan la calma”. Mala cosa para que la gente se calme, decirles que los gobiernos van a solucionar el tema...

Entramos a mogollón al supermercado, iluminado por las luces de emergencia. Todos a por lo mismo. Pienso en los que tienen niños, y llamo a mi hija. Dice que no necesitan nada. Claro, en los chalets hay flujo de agua más fácilmente. Yo puedo aún coger unas botellas, latas, pilas… y chorizo y vino, qué caray. Hay que pagar en efectivo, no funciona la red, no se puede pagar con tarjeta. Subo a casa. El WhatsApp hierve. La gente está alucinada.

….

Pasan los días y esto no se arregla, al contrario. Los hospitales están consumiendo sus reservas de combustible para los generadores de emergencia, los enfermos sufren mucho por el calor y los riesgos sanitarios crecen. No hay agua en los grifos, pero tampoco hay gasolina ni gasoil en los proveedores: Las bombas que los impulsan por los oleoductos son eléctricas, y es imposible poner generadores para todas. En las calles ya hay serios tumultos, y la policía va dejando de utilizar sus vehículos. El gobierno ha decretado el estado de emergencia, y el Ejército  está colaborando a mantener un poco el sistema. Nadie sabe cuánto va a durar esto…

Estamos sordos y ciegos. No hay electricidad, no hay ordenadores, ni Internet, ni televisión, ni radio, a no ser las de pilas, que también se van acabando. Los móviles no se pueden recargar, y el que aún conserva batería lo guarda para las comunicaciones estrictamente necesarias. Además, va desapareciendo la cobertura, pues los generadores de las estaciones de repetición van agotando sus reservas, y las van silenciando.

Tampoco se puede cocinar, mira tú. Hemos sido tan modernos que hemos desterrado el gas: Mucha placa, mucho microondas, mucha plancha… ahora nada. Tampoco los que tienen gas ciudad, pues ya no fluye. Solamente los que conservan su bombona de butano en casa, pero en mi barrio ya son muy pocos. Pensamos que no pasa nada, pues esto no puede durar.

Se oyen disparos por la calle. La gente asalta los supermercados, que están cerrados porque las cámaras frigoríficas no funcionan. Las pérdidas son enormes, y el olor insoportable en algunos casos. Hay muy poca agua, y la usamos para beber. La higiene queda un muy segundo plano. Va a haber que irse de la ciudad, si esto sigue así.

Bajo a la calle. La gente, condenada a permanecer en sus casas, comenta en los rellanos con los vecinos y se revende cosas. Se ha generado un mercado negro. Pero es que hay muy poco efectivo ya, puesto que las tarjetas de crédito no sirven y los cajeros no funcionan.

Llego a la calle. Mal rollo. Se ven escaparates rotos y… ¡Mierda! Algunos coches tienen los tapones del depósito reventados. ¡Están robando el combustible de los coches! Llego al mío y veo que lo han intentado, pero afortunadamente parece que han desistido. Compruebo que sí, que me queda. Hay que irse, esto aguantará poco.

Subo a casa, Le planteo el tema a mi mujer. Habrá que juntarse con la familia, compartir lo que tenemos y que ahora vale: Unos pocos euros, unas botellas de agua, unas pilas y… ¡Un móvil con algo de batería! Los metemos en unas bolsas y empezamos a bajar. Algunas puertas se abren y los vecinos dirigen miradas ávidas a nuestras bolsas. Hace unos días, esto era una finca guay con gente guay y de clase media alta. Ahora, todos nivelados casi a cero por la falta de servicios mínimos. Si esto sigue así, depredadores al acecho de la presa, aunque sea el vecino de arriba. Aleccionador.

Llegamos a la calle. Una pareja de policías, muy armados, nos para: ¿Dónde van ustedes? Le cuento que tenemos que ir con nuestras nietas, mientras tengamos combustible. “Tenga mucho cuidado, las carreteras están llenas de bandas que se dedican al pillaje.” Ahora tengo más claro que hay que irse cuanto antes. Nos metemos en el coche y arrancamos. Las calles están casi desiertas, no hay casi coches en movimiento. Los cruces son muy peligrosos, no hay semáforos. Muchos establecimientos tienen las puertas reventadas y han sido saqueados. Se ven grupos muy amenazadores y patrullas de soldados o policías. Parece una película de ciencia-ficción.

Llegamos, no sin haber pasado bastante miedo. Metemos como podemos todos los coches dentro de la valla del chalet. Hacemos recuento de víveres. Organizándonos, tenemos comida para las niñas, y unas cuantas pilas que nos permiten  seguir las noticias por la radio de emergencia. El último WhatsApp de mi hijo dice que también han conseguido salir de Madrid, que está aún peor que Valencia, y han conseguido llegar al pueblo de ella. Afortunadamente, parece que se mantiene activo algún repetidor de mensajes. Pero intermitentemente. 

…..

Va a cumplirse el mes desde que desapareció la electricidad. Parece ser que afecta a todo el mundo, y lo achacan al influjo de las radiaciones solares. Vamos, como si los electrones estuvieran en huelga y no quisieran moverse por los cables. 

Casi chistoso, sí, pero nada funciona. Los hospitales van cesando en su actividad, la  mortalidad está creciendo, faltan seriamente los alimentos y en las ciudades grandes ya hay tumultos serios. La mayor parte de farmacias están saqueadas. La policía y el ejército disparan. Cuando se provocan incendios, no se pueden apagar porque los camiones no tienen combustible, no hay bombas, no hay presión de agua. Los edificios tienen que arder como velas, hasta extinguirse. Y se propaga de unos a otros. La gente sin hogar vaga por las calles, se amontona en las plazas. La Alameda y el río están cubiertos de gente acampada, asustada. No hay higiene. Los poderes públicos han desaparecido prácticamente. Unos dicen que el caos les ha vencido, otros dicen que, simplemente, han huido con el botín. Hay partidos y ONGs que intentan componer alguna solución. Se vuelve a las asambleas en las calles, a la política cercana, a la auto organización. La sociedad tal y cómo estaba montada está desapareciendo, y como era de esperar los que han vivido a costa de ella la abandonan en cuanto deja de ser útil y/o hay peligro.

Los días pasan muy lentamente, no hay nada que podamos hacer, solamente esperar la hora de las noticias, en la que nos reunimos tensos alrededor del transistor. Parece que los movimientos radicales se han dado cuenta de que el primer mundo está vencido. No hay petróleo, no hay electricidad, no hay electrónica, no hay armas sofisticadas. Las policías y los ejércitos no tienen medio de comunicarse, no se pueden desplazar con rapidez, no se pueden coordinar, no les van los sistemas de armamento.

Y vienen, vienen a por nosotros. Ellos saben vivir entre privaciones, muchas veces porque nosotros, el mundo “civilizado”, hemos convertido sus países, sus ciudades y sus hogares en ruinas, y hemos matado a padres e hijos con nuestros “drones”, nuestras “bombas inteligentes” y demás figuras retóricas para ocultar la opresión el fuerte sobre el débil.

Pero ahora ya no somos fuertes. No tenemos informática, ni Internet, ni comunicaciones. No valen de nada las redes de emergencia, ni las militares, ni los robots, ni los radares, ni nada. Los electrones no circulan. No tenemos agua, ni combustibles, ni siquiera dinero para pagar por nuestra seguridad. Es un enfrentamiento hombre a hombre, persona a persona. Y ellos saben vivir entre ruinas, saben sobrevivir con poca comida, saben pelear sin armas avanzadas, ven mejor en la oscuridad, aguantan más físicamente. Nosotros les hemos enseñado, les hemos obligado a aprender. Queríamos sus recursos naturales y su mano de obra, pero no les dejábamos entrar en nuestro paraíso. No eran nuestros enemigos, y les hicimos serlo. Ahora ya no nos tienen miedo.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Pequeños relatos: Un atardecer por la ventana

Acarició por enésima vez la foto que estaba en la estantería, junto a la ventana. Era su marido. Murió hace mucho, mucho tiempo, pero ella no le olvida.

Fueron muchos años juntos, desde los 17. Los dos tenían prácticamente la misma edad, y se conocieron en el Madrid cercado por las tropas franquistas, en plena guerra civil, huyendo de los bombardeos de “Las Pavas”, tres bombarderos oscuros, altos, siniestros, que todas las tardes venían a dar a los madrileños “recuerdos” de la España Nacional salvadora, y dejaban un rastro de niños y mujeres muertos. Porque los hombres estaban en las trincheras, en la Casa de Campo, en la Ciudad Universitaria, defendiendo la democracia.

Él pensaba que tarde o temprano le iban a llamar a filas, porque a la República le faltaban hombres. Trabajaba en una farmacia, y se había hecho experto en remedios caseros para paliar la falta de medicinas. Su mayor pesar era no poder estudiar, y su mayor sueño era, y fue durante toda su vida, haber sido abogado. Sus hermanos mayores estaban en el frente, cada uno en un bando, donde les había pillado la guerra. Su hermana mayor estaba desaparecida en la Castilla “nacional”, sin que supieran nada de ella desde Julio del 36.  Tenía que ir, varias veces por semana, en tren hasta Aranjuez – raras veces podían llegar – a buscar entre los campos algo de comida. Cada trayecto era interrumpido por los ametrallamientos de la aviación franquista: No era procedente que aquellos madrileños, por muy civiles que fueran, pudieran acceder a ningún tipo de alimento, aunque fueran rastrojos cercanos a la vía.

Lo que más recordaba él de aquella época, lo que más le pesaba, era ver cómo su madre lloraba cuando no tenía qué ponerles para comer, a su hermano pequeño y a él. Conseguir un puñado de lentejas con gusanos era una fiesta. Y la mujer guardaba en la despensa, como si fuera oro, un bote de azúcar, ya amainado, del que de vez en cuando daba una cucharada a sus hijos. Ella y su marido nadie sabía de qué se alimentaban.

Su padre, Julián, estaba asustado, atemorizado. Había sido un empresario más o menos floreciente en el Madrid de los 30, con varias operarias envasando azúcar en  un revolucionario  producto que había sacado:
Sobrecitos de azúcar, mono dosis, para los bares. No lo patentó, entonces no se usaban esas cosas. Habían tenido coche, que se lo incautó el Frente Popular y ahora circulaba por Madrid cargado de milicianos armados y con la carrocería pintada con rótulos de la CNT. Y el hombre no dormía, pensando que cualquier noche algún grupo de esos, quizás en su propio coche, podía venir a por él, a darle “el paseíllo”, como le había pasado a alguno de sus amigos. Aparecería unos días después con un tiro en la nuca en alguna cuneta, para mayor gloria de una revolución que se les había ido de las manos a todos.

Ella estaba relativamente mejor. Era una preciosidad para su edad, lo cual iba a ser un problema tras la guerra cuando Madrid se llenara de legionarios victoriosos y de tropas moras con carta blanca, como les pasaría a tantas otras chicas, que pasaron de no poder salir por los bombardeos de Franco a no poder salir por miedo a los soldados franquistas. Pero durante la guerra su familia sí que comía, más o menos: Su padre  era mayorista en el mercado central madrileño, y siempre había patatas disponibles, al menos. Y en cuanto podía, distraía algunas para pasárselas a su novio.

La familia de ella no temía. Muchos peces gordos republicanos debían “favores” a su padre, Manolo, generalmente en forma de sacos de patatas u otros lujos en una ciudad sitiada. La igualdad revolucionaria terminaba cuando se trataba de llevar comida a casa, y aquellos sacos de comida se repartían en el mayor de los secretos, para que nadie viera que aquellos que lideraban a los que se incautaban de los bienes de los demás para mayor gloria de la revolución internacional almacenaban a escondidas comida sin que se enteraran los suyos. Miserias humanas, pero a Manolo le debían así dos cosas: la comida y el silencio. Y gracias a eso, Manolo sobrevivía en aquel Madrid republicano y sobrevivió después en el Madrid de la postguerra: Unos sacos de patatas dan mucha garantía política, y vestían cualquier currículum.

Su madre, Isabel, había venido muy jovencita, a los 12 años, desde el pueblo a servir a Madrid. Entonces eran afortunadas las familias de los pueblos castellanos que conseguían “colocar” a sus hijas sirviendo en Madrid, en alguna “casa bien”, simplemente a cambio de comida y cama, sin sueldo, vacaciones ni ningún tipo de derecho. Eran las sirvientas, que como mucho podían aspirar a hacer una buena boda con algún soldado – era el clásico – que “las sacara de servir”.

Isabel se había distinguido desde siempre por su arte en la cocina: Resultó ser una cocinera excelente, y con el tiempo muy cotizada entre las familias pudientes de Madrid. Llegada la guerra, ninguna de estas familias se atrevía a mantener el servicio, y más si tenía fama de “roja”, porque Isabel, por más que intentara adaptarse, no podía disimularlo. Así que ahora hacía de ama de casa.

Ella decía que había venido en el pueblo monárquica, pero que los monárquicos le hicieron republicana. Había visto tantas cosas en aquellas “casas bien” de “familias bien”, que cualquiera de los “clientes” revolucionarios de su marido eran puros corderillos  ante su fervor. Más tarde, paradojas de la vida, y necesidad de supervivencia, fue “invitada” por las autoridades franquistas, una vez acabada la guerra, para ser la cocinera de la embajada italiana, donde tuvo que tragarse las tremendas fiestas que los fascistas de Mussolini celebraban como aliados victoriosos del Caudillo, con total licencia para todo, todo. Isabel volvía a su casa asqueada, y los franquistas estaban tan embriagados de victoria que no temían  que sus simpatías republicanas amenazaran el resultado de sus guisos. Aunque, como Isabel decía, “A estos cabrones no les importaría nada si envenenara a tanto hijo de Mussolini”.  Porque, en realidad, los franquistas estaban muy, muy hartos de las fantasmadas italianas y de su nula eficacia bélica. Pero les debían mucho material y mucha ayuda, y no estaba la cosa internacional como para enemistarse.

Continuará