Acarició por enésima vez la foto
que estaba en la estantería, junto a la ventana. Era su marido. Murió hace
mucho, mucho tiempo, pero ella no le olvida.
Fueron muchos años juntos, desde
los 17. Los dos tenían prácticamente la misma edad, y se conocieron en el Madrid
cercado por las tropas franquistas, en plena guerra civil, huyendo de los
bombardeos de “Las Pavas”, tres bombarderos oscuros, altos, siniestros, que
todas las tardes venían a dar a los madrileños “recuerdos” de la España Nacional
salvadora, y dejaban un rastro de niños y mujeres muertos. Porque los hombres
estaban en las trincheras, en la Casa de Campo, en la Ciudad Universitaria,
defendiendo la democracia.
Él pensaba que tarde o temprano
le iban a llamar a filas, porque a la República le faltaban hombres. Trabajaba
en una farmacia, y se había hecho experto en remedios caseros para paliar la
falta de medicinas. Su mayor pesar era no poder estudiar, y su mayor sueño era,
y fue durante toda su vida, haber sido abogado. Sus hermanos mayores estaban en
el frente, cada uno en un bando, donde les había pillado la guerra. Su hermana
mayor estaba desaparecida en la Castilla “nacional”, sin que supieran nada de
ella desde Julio del 36. Tenía que ir,
varias veces por semana, en tren hasta Aranjuez – raras veces podían llegar – a
buscar entre los campos algo de comida. Cada trayecto era interrumpido por los
ametrallamientos de la aviación franquista: No era procedente que aquellos
madrileños, por muy civiles que fueran, pudieran acceder a ningún tipo de
alimento, aunque fueran rastrojos cercanos a la vía.
Lo que más recordaba él de
aquella época, lo que más le pesaba, era ver cómo su madre lloraba cuando no
tenía qué ponerles para comer, a su hermano pequeño y a él. Conseguir un puñado
de lentejas con gusanos era una fiesta. Y la mujer guardaba en la despensa,
como si fuera oro, un bote de azúcar, ya amainado, del que de vez en cuando
daba una cucharada a sus hijos. Ella y su marido nadie sabía de qué se
alimentaban.
Su padre, Julián, estaba
asustado, atemorizado. Había sido un empresario más o menos floreciente en el
Madrid de los 30, con varias operarias envasando azúcar en un revolucionario producto que había sacado:
Sobrecitos de
azúcar, mono dosis, para los bares. No lo patentó, entonces no se usaban esas
cosas. Habían tenido coche, que se lo incautó el Frente Popular y ahora
circulaba por Madrid cargado de milicianos armados y con la carrocería pintada
con rótulos de la CNT. Y el hombre no dormía, pensando que cualquier noche
algún grupo de esos, quizás en su propio coche, podía venir a por él, a darle “el
paseíllo”, como le había pasado a alguno de sus amigos. Aparecería unos días
después con un tiro en la nuca en alguna cuneta, para mayor gloria de una
revolución que se les había ido de las manos a todos.
Ella estaba relativamente mejor.
Era una preciosidad para su edad, lo cual iba a ser un problema tras la guerra
cuando Madrid se llenara de legionarios victoriosos y de tropas moras con carta
blanca, como les pasaría a tantas otras chicas, que pasaron de no poder salir
por los bombardeos de Franco a no poder salir por miedo a los soldados
franquistas. Pero durante la guerra su familia sí que comía, más o menos: Su
padre era mayorista en el mercado
central madrileño, y siempre había patatas disponibles, al menos. Y en cuanto
podía, distraía algunas para pasárselas a su novio.
La familia de ella no temía.
Muchos peces gordos republicanos debían “favores” a su padre, Manolo, generalmente
en forma de sacos de patatas u otros lujos en una ciudad sitiada. La igualdad
revolucionaria terminaba cuando se trataba de llevar comida a casa, y aquellos
sacos de comida se repartían en el mayor de los secretos, para que nadie viera
que aquellos que lideraban a los que se incautaban de los bienes de los demás para
mayor gloria de la revolución internacional almacenaban a escondidas comida sin
que se enteraran los suyos. Miserias humanas, pero a Manolo le debían así dos
cosas: la comida y el silencio. Y gracias a eso, Manolo sobrevivía en aquel
Madrid republicano y sobrevivió después en el Madrid de la postguerra: Unos
sacos de patatas dan mucha garantía política, y vestían cualquier currículum.
Su madre, Isabel, había venido muy
jovencita, a los 12 años, desde el pueblo a servir a Madrid. Entonces eran
afortunadas las familias de los pueblos castellanos que conseguían “colocar” a
sus hijas sirviendo en Madrid, en alguna “casa bien”, simplemente a cambio de
comida y cama, sin sueldo, vacaciones ni ningún tipo de derecho. Eran las
sirvientas, que como mucho podían aspirar a hacer una buena boda con algún
soldado – era el clásico – que “las sacara de servir”.
Isabel se había distinguido desde
siempre por su arte en la cocina: Resultó ser una cocinera excelente, y con el
tiempo muy cotizada entre las familias pudientes de Madrid. Llegada la guerra,
ninguna de estas familias se atrevía a mantener el servicio, y más si tenía
fama de “roja”, porque Isabel, por más que intentara adaptarse, no podía
disimularlo. Así que ahora hacía de ama de casa.
Ella decía que había venido en el pueblo monárquica, pero que los monárquicos le hicieron republicana. Había visto tantas cosas en aquellas “casas bien” de “familias bien”, que cualquiera de los “clientes” revolucionarios de su marido eran puros corderillos ante su fervor. Más tarde, paradojas de la vida, y necesidad de supervivencia, fue “invitada” por las autoridades franquistas, una vez acabada la guerra, para ser la cocinera de la embajada italiana, donde tuvo que tragarse las tremendas fiestas que los fascistas de Mussolini celebraban como aliados victoriosos del Caudillo, con total licencia para todo, todo. Isabel volvía a su casa asqueada, y los franquistas estaban tan embriagados de victoria que no temían que sus simpatías republicanas amenazaran el resultado de sus guisos. Aunque, como Isabel decía, “A estos cabrones no les importaría nada si envenenara a tanto hijo de Mussolini”. Porque, en realidad, los franquistas estaban muy, muy hartos de las fantasmadas italianas y de su nula eficacia bélica. Pero les debían mucho material y mucha ayuda, y no estaba la cosa internacional como para enemistarse.
Ella decía que había venido en el pueblo monárquica, pero que los monárquicos le hicieron republicana. Había visto tantas cosas en aquellas “casas bien” de “familias bien”, que cualquiera de los “clientes” revolucionarios de su marido eran puros corderillos ante su fervor. Más tarde, paradojas de la vida, y necesidad de supervivencia, fue “invitada” por las autoridades franquistas, una vez acabada la guerra, para ser la cocinera de la embajada italiana, donde tuvo que tragarse las tremendas fiestas que los fascistas de Mussolini celebraban como aliados victoriosos del Caudillo, con total licencia para todo, todo. Isabel volvía a su casa asqueada, y los franquistas estaban tan embriagados de victoria que no temían que sus simpatías republicanas amenazaran el resultado de sus guisos. Aunque, como Isabel decía, “A estos cabrones no les importaría nada si envenenara a tanto hijo de Mussolini”. Porque, en realidad, los franquistas estaban muy, muy hartos de las fantasmadas italianas y de su nula eficacia bélica. Pero les debían mucho material y mucha ayuda, y no estaba la cosa internacional como para enemistarse.
Continuará
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