Va a hacer siete años que fui la úlima vez. Mi amigo Moncho lo había alquilado cuando ya estaba enfermo y volvía a vivir solo. Pero no lo estaba, porque éramos muchos los que queríamos acompañarle.
Ya he contado esto en esta entrada, dedicada a Moncho. Ahora quiero hablaros del chalet. Me impresionó nada más entrar, porque el chalet que había alquilado Moncho para vivir era el mismo en el que yo había pasado todo un verano con mi familia en 1960. Cuarenta y ocho años despues identifiqué desde aquel momento la verja, el jardin cuadriculado, la higuera a la derecha de la entrada, el porche, las habitaciones, la pequeña balsa donde yo, con ocho años, me refrescaba. La habitación donde dormíamos mi hermana y yo, con ventana al porche y a la derecha de la entrada era la que ahora ocupaba Moncho. Y yo dormí, para acompañarle, en la que correspondió en su momento a mi abuela.
Es impresionante como una casa, unas paredes, te pueden hacer volver tantos años atras. Al lado, donde ahora hay una horripilante finca de tres pisos, estaba el chalet de mi amigo Evaristin. Me daba mucha envidia, porque tenía dos hermanos mayores que le surtían de soldados de goma, de aquellos de "El puente sobre el río Kway", ingleses y japoneses. Y le hacían maquetas con montañas de corcho de las de los belenes, trincheras, campos de concentración, etc.
Yo hacía méritos toda la semana para que mi madre, los domingos, me comprara un soldadito en el kiosko de la estación. Valían 5 pesetas, y no estaba la cosa para muchos. Así que yo los valoraba especialmente.
Nos agenciamos un carro de bebes de madera, de esos con ruedas enormes que ahora serían materia de anticuarios, y nos dejábamos caer por la calle 6 (entonces sin asfaltar, claro) hasta que acabábamos contra algún pino. Afortunadamente, había pocos coches. Los niños de ahora tendrían muy dificil disfrutar de esa manera.
Se nos apuntaba algún niño cargante de los chalets "de ricos". Recuerdo a uno que venía a jugar a "mi" chalet acompañado por su "chacha" (ahora se diría "cuidadora"). Traía siempe un montón de flamantes soldaditos con los que él y su "chacha" nos hacían sufrir las afrentas del capitalismo, y yo ya empecé a sentir la lucha de clases personalizada en niños capullos. Curiosamente, algunos de aquellos soldaditos "se perdieron" por entre los conductos que el chalet tenía para que el agua de la balsa regara el jardin anterior. Ello hizo que el niño bien y la chacha se indignaran y no volvieran a jugar con nosotros, lo cual sentimos mucho menos que el hecho de que no pudieramos volver a recuperar los soldaditos de los conductos. Pensé, cuando ya volví con Moncho, en buscarlos. Pero me hubiera impactado mucho haberlos encontrado tantos años despues, realmente,.
Otro día quise ser héroe. Frente al chalet había un solar totalmente cubierto de maleza, y con una alambrada muy alta. Desde fuera, oí los lamentos de un gatito que estaba allí perdido, así que, pinchazo de alambre espinoso oxidado tras pinchazo escalé la alambrada, me pinché todo lo que pude con la maleza y cogí amorosamente al gatito convencido de que me estaba ganando el cielo. Pero cuando, de salida, volvía a estar a caballo de la alambrada, en ese momento álgido, el gato comenzó a arañarme salvajemente el brazo y, cuando ya stábamos los dos bastante cubiertos de sangre, me saltó a la cara y salvé el ojo de milagro. Hecho esto, saltó a la calle y se fue tan campante sin agradecerme nada de nada, ni siquiera enviarme un coro de guaspas chicas que recogierna mis despojos. Así que acabé mi heroicidad con una bronca de mi madre mientras curaba mis heridas (entonces las madres te abroncaban cuando volvías a casa hecho un cristo, porque entendían que habías hecho una trastada) y una profunda "simpatía" hacia los gatos que me hace aborrecer harta los Powerpoints y los videos cursis esos que nos invaden.
En la calle 12 había una piscina, con terraza de cine de verano, además. Y nos parecía una maravilla. Mi hermana, mayor, disfrutaba allí de las peñas de chicos y chicas. Recuerdo el fondo musical con El Duo Dinámico, Bruno Lomas, etc. Y su trampolín, con palanca de tres alturas, donde mi padre , gran aficionado a la natación, nos enseñó a tirarnos y nos hacía atravesar piscinas incansablemente. Estas cosas nunca se agradecen bastante, cuando de mayor te das cuenta de lo importante que es saber nadar y perder el miedo al agua.
Fue nuestro único verano en La Cañada hasta que volvimos a vivir allí en 1981. Despues, en 1961, descubrimos El Faro deCullera, al que se accedía por una carretera sin asfaltar y donde había cuatro casas en aquella época. Pero eso os lo contaré otro día.
Buenas noches.
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