Hace viento. Levante. Me despiertan las gaviotas. Tengo la cama pegada al balcón, el balcón abierto y el mar ahí, ahí mismo. Está amaneciendo. Las nubes van adquiriendo un tono dorado y el mar está precioso: Movido, gris, con la espuma de las olas tremendamente blanca. Precioso contraste.
No hay nadie. Los pájaros (no los identifico) vuelan bajo, sin ruido. Las gaviotas han desaparecido. El viento azota los toldos y por un momento, al despertarme, he creído estar en un velero, en esos maravillosos amaneceres suavemente mecido mientras las olas golpean los costados y las escotas campanillean en el mástil.
El viento me trae el olor del mar. Ese olor auténtico del mar al amanecer, que tanto se añora cuando se está lejos de él. Ni siquiera pasean por la playa los extranjeros con sus perritos. No es que sea demasiado pronto para ellos, es que hace demasiado viento. Y pienso divertido que con esa mierda perros que se estila ahora posiblemente se los lleve. Hay veces que abulta más la correa que el can.
El Sol va imponiéndose. Hace frío, pero yo sigo aquí, medio hipnotizado, viendo a lo lejos pasar un barco. Siempre espero ver pasar una trirreme, y recuerdo mis singladuras con Moncho por aquí enfrente, principalmente una vez que, volviendo de El Campello a Valencia pillamos justo por aquí tal marejada que a duras penas pudimos entrar en Gandía. Menos mal.
La navegación se lleva en vena, el mar se lleva en vena. El Mediterráneo se lleva en los genes. Uno no es "del" Mediterráneo. Uno es "el" Mediterráneo. Se le saluda como a un amigo, se le respeta cuando se enfada como a ese amigo cuya fuerza se conoce. Necesitamos su olor, escucharlo por la noche, sumergirnos en él, saber que está ahí.
De nuevo vuelve Serrat, la canción que tantas veces hemos compartido, y que tan bien nos describe a nosotros y a nuestro mar. Pero ahora ni eso, simplemente escuchar el viento y el mar, y los toldos azotándose mientras me hacen añorar velas y mástiles. Momento para ser, momento para sentir, momento para vivir.
Buenos días desde Denia.