Buenas noches a todos.
He encontrado las fotos de este coche y creo casi una obligación contaros una historia familiar. Es una historia como todos tendremos, pero las familias son algo que desaparece con el tiempo. Se transforma, evoluciona. Aquella familia de nuestra infancia, con sus miembros, sus relaciones entre ellos y sus circunstancias ya es cosa pasada. Entre todos la matamos y ella sola se muere, en una evolución natural. Por ello, es una pena que estos pequeños recuerdos desaparezcan, y por eso os lo cuento, porque sin duda todos tendréis algúnos recuerdos que quisierais dejar fijos, al menos en papel.
Hasta muy avanzada la década de los 60 tener coche en España era algo para los privilegiados, muy lejos de la clase trabajadora. El franquismo no permitía la importación de vehículos, y la Seat fabricaba pocos de aquel modelo Seat 1400 que solamente se veían como coches oficiales y en manos de alguna familia "bien". El seat 600 ya se estaba fabricando, pero tanto su precio como la larga espera los hacían muy difíciles de conseguir.
Con esas circunstancias, mi padre, que tenía un amigo que tenía un taller, compraba al principio de verano coches más o menos de enésima mano para poder llevarnos por las tardes a la playa, y los revendía (había mercado) mejor o peor cuando se acababa el verano.
Pasaron así por sus manos (y nuestros traseros) unos coches que hoy harían la delicia de los coleccionistas, y que hacían padecer a mi padre lo indecible por sus averías. Pero el hombre conseguía llevar a sus hijos a El Saler, lo que en aquel entonces era toda una aventura. Todavía recuerdo aquella Cruz de los Caídos, que entonces no sabíamos lo que significaba, y aquellas dunas y playas solitarias y salvajes. Y el olor maravilloso que todavía me llena cuando lo respiro.
Vivíamos entonces en la Calle Boix de Valencia, en la parte antigua, distrito Catedral. Entonces era una zona humilde, hoy es una calle de hoteles y restaurantes de capricho y fincas en reserva para apartamentos turísticos.
Ahí, a la derecha, donde está el edificio blanco, estaba el Colegio de El Pilar, que en 1957 se trasladó a Blasco Ibáñez (Malas lenguas contaban hasta muchos años después malas historias sobre apropiaciones de terrenos e impago a los expropiados, cosa que nadie creía porque la iglesia franquista lo hacía todo limpiamente y de rechupete, y no estaba conchavada con el poder, que este país siempre ha sido muy así.) Evidentemente, el de la izquierda era un edificio mucho más venerable y bonito. Los de detrás siguen siendo los que eran, aunque rehabilitados.
Pues esta calle, como otras muchas, entonces estaba sin coches. Solamente se veía aparcado el de mi padre, cuando lo tenía. Así que sus idas y venidas e incidencias eran de conocimiento común.
La calle era como una familia: Nos conocíamos todos, y en cuanto llegaba el calor nos bajábamos a cenar con la silla y el bocata (en nuestro caso desde un quinto piso sin ascensor) y hacíamos en la calle la "sopaeta". No había televisiones, o muy pocas, y nos gustaba más el cuchicheo del personal y la compañía de la gente. Los niños estábamos jugando en la calle hasta muy tarde, y no teníamos móvil ni nada que nos tutelara, ni miedo a las agresiones. Aquello era un entorno de personas, no de borregos asustados por los telediarios.
Recuerdo especialmente un patinete "de roces" (más o menos como el de la imagen) que me hizo mi padre con madera a partir de unas ruedas de rodamientos conseguidas en un desguace. Todavía conservo esas ruedas. Y es que aquel patinete fue valiosísimo para mi, no solamente porque me sentía el rey de la calle, sino principalmente porque me lo había hecho mi padre, que es lo que da a cualquier juguete un valor incalculable.
Volviendo a los coches, uno de esos veranos mi padre compró uno exactamente como este: Un Peugeot 402, que todo el mundo conocía en el barrio por "el coche bizco", dada la posición de los faros delanteros.
Con aquel coche, que parecía un poco más fiable, mi padre se sentía más seguro que con los trastos anteriores. Así que, además de los consabidos viajes a El Saler, un verano decidió que toda la familia nos íbamos a Madrid, a ver a mi abuela paterna y al resto de la familia, puesto que tanto mi padre como mi madre eran madrileños de pura casta (Cava Baja y Las Vistillas, ahí es ná)
Así que la familia embarcó un día de principios de agosto decidida a coger aquella carretera nacional que pasaba por el Portillo de Buñol, el famoso Puerto de Contreras, el de Perales y tantas otras vicisitudes de aquellas vías hoy inimaginables. Y los cinco, incluyendo la abuela materna, con maletas y tal, subimos al bólido que nos llevaría a la capital.
De entrada, había un detalle técnico sin importancia, excepto para mi madre: La caja de cambios estaba tan desgastada que las marchas se salían, y mi madre tenía que ir, en su puesto de copiloto, sujetando la palanca. Imaginaos esto en todo un viaje largo.
Pasado Requena, con un calor espantoso y el coche, claro, sin aire acondicionado, un recalentón hizo saltar la tapa del radiador frente a nosotros, junto a un bonito chorro de agua. Así que tuvimos que parar.
No creáis que entonces la carretera era como ahora, no. Pasaba poca gente, y no había ni móvil ni asistencia en carretera: nada.
Afortunadamente, una cuadrilla de segadores que había por allí nos dejó el botijo, y mi padre paró una moto que pasaba y le llevó al pueblo más próximo. Volvió en otra moto con un mecánico que, sin otro material, confeccionó un tapón para el radiador con un bote de leche condensada. Y con esta reparación seguimos camino, con la idea de parar en Motilla, que era el pueblo más importante y con más posibilidad de una buena reparación.
Evidentemente, íbamos acumulando retraso. Llegamos a Motilla y nueva búsqueda de mecánico que nos arreglara ese coche. Nuevo retraso.
Aparentemente bien revisado y arreglado el animalito de aquellas averías detectadas por el genio aquel, cogimos carretera y cual fue nuestra alegría cuando, ya avanzada la tarde, el coche se nos va ahogando hasta que afortunadamente pudimos parar junto a un pino a la orilla del Pantano de Alarcón. Aquello no tiraba.
Nueva búsqueda de moto por mi padre y regreso a Motilla. Otra vez en moto con el mecánico motillano. Y resultó, mire usted, que al repasar el chiclé del carburador habían sustituido un tornillo original que llevaba un orificio por el que pasaba la gasolina por otro nuevo sin orificio. Nadie se explicaba cómo aquel coche, con el paso del combustible cegado por tan ingenioso cambio, había podido llegar desde Motilla hasta el pantano de Alarcón.
Total, que con esta historia y alguna que otra incidencia insignificante al lado de estas, llegamos a la Cava Baja a las tres de la mañana. Mi abuela y mis tíos estaban en los balcones esperando, la mar de preocupados (recordad: no había móviles ni cabinas en las carreteras) y nosotros habíamos batido nuestro propio récord de tardanza en ir a Madrid: 17 horas! Ni con el tren de entonces.
Entonces, en la Cava Baja se podía aparcar. Y no sólo eso, sino recuerdo desde los balcones de mi abuela estar inmerso en los mercados que algunas mañanas amanecían en esa calle, con las verduras casi al alceace de la mano, y el Mesón del Segoviano, cuyos dueños eran muy amigos de mis abuelos, enfrente.
Pero no creáis: con ese coche recorrimos la sierra de Madrid: El Escorial, San Rafael... Y despues volvimos a casa en un tiempo razonable. Claro: había pasado de nuevo por un mecánico con más equipamiento.
Otro año mi padre compró un Morris Van, que era una cosa más o menos como este pero en gris. Con él estuvimos a punto de chocar de frente contra un tanque. Pero esa es otra historia que ya os contaré si os gusta esta,
He encontrado las fotos de este coche y creo casi una obligación contaros una historia familiar. Es una historia como todos tendremos, pero las familias son algo que desaparece con el tiempo. Se transforma, evoluciona. Aquella familia de nuestra infancia, con sus miembros, sus relaciones entre ellos y sus circunstancias ya es cosa pasada. Entre todos la matamos y ella sola se muere, en una evolución natural. Por ello, es una pena que estos pequeños recuerdos desaparezcan, y por eso os lo cuento, porque sin duda todos tendréis algúnos recuerdos que quisierais dejar fijos, al menos en papel.
Hasta muy avanzada la década de los 60 tener coche en España era algo para los privilegiados, muy lejos de la clase trabajadora. El franquismo no permitía la importación de vehículos, y la Seat fabricaba pocos de aquel modelo Seat 1400 que solamente se veían como coches oficiales y en manos de alguna familia "bien". El seat 600 ya se estaba fabricando, pero tanto su precio como la larga espera los hacían muy difíciles de conseguir.
Con esas circunstancias, mi padre, que tenía un amigo que tenía un taller, compraba al principio de verano coches más o menos de enésima mano para poder llevarnos por las tardes a la playa, y los revendía (había mercado) mejor o peor cuando se acababa el verano.
Pasaron así por sus manos (y nuestros traseros) unos coches que hoy harían la delicia de los coleccionistas, y que hacían padecer a mi padre lo indecible por sus averías. Pero el hombre conseguía llevar a sus hijos a El Saler, lo que en aquel entonces era toda una aventura. Todavía recuerdo aquella Cruz de los Caídos, que entonces no sabíamos lo que significaba, y aquellas dunas y playas solitarias y salvajes. Y el olor maravilloso que todavía me llena cuando lo respiro.
Vivíamos entonces en la Calle Boix de Valencia, en la parte antigua, distrito Catedral. Entonces era una zona humilde, hoy es una calle de hoteles y restaurantes de capricho y fincas en reserva para apartamentos turísticos.
Ahí, a la derecha, donde está el edificio blanco, estaba el Colegio de El Pilar, que en 1957 se trasladó a Blasco Ibáñez (Malas lenguas contaban hasta muchos años después malas historias sobre apropiaciones de terrenos e impago a los expropiados, cosa que nadie creía porque la iglesia franquista lo hacía todo limpiamente y de rechupete, y no estaba conchavada con el poder, que este país siempre ha sido muy así.) Evidentemente, el de la izquierda era un edificio mucho más venerable y bonito. Los de detrás siguen siendo los que eran, aunque rehabilitados.
Pues esta calle, como otras muchas, entonces estaba sin coches. Solamente se veía aparcado el de mi padre, cuando lo tenía. Así que sus idas y venidas e incidencias eran de conocimiento común.
La calle era como una familia: Nos conocíamos todos, y en cuanto llegaba el calor nos bajábamos a cenar con la silla y el bocata (en nuestro caso desde un quinto piso sin ascensor) y hacíamos en la calle la "sopaeta". No había televisiones, o muy pocas, y nos gustaba más el cuchicheo del personal y la compañía de la gente. Los niños estábamos jugando en la calle hasta muy tarde, y no teníamos móvil ni nada que nos tutelara, ni miedo a las agresiones. Aquello era un entorno de personas, no de borregos asustados por los telediarios.
Recuerdo especialmente un patinete "de roces" (más o menos como el de la imagen) que me hizo mi padre con madera a partir de unas ruedas de rodamientos conseguidas en un desguace. Todavía conservo esas ruedas. Y es que aquel patinete fue valiosísimo para mi, no solamente porque me sentía el rey de la calle, sino principalmente porque me lo había hecho mi padre, que es lo que da a cualquier juguete un valor incalculable.
Volviendo a los coches, uno de esos veranos mi padre compró uno exactamente como este: Un Peugeot 402, que todo el mundo conocía en el barrio por "el coche bizco", dada la posición de los faros delanteros.
Con aquel coche, que parecía un poco más fiable, mi padre se sentía más seguro que con los trastos anteriores. Así que, además de los consabidos viajes a El Saler, un verano decidió que toda la familia nos íbamos a Madrid, a ver a mi abuela paterna y al resto de la familia, puesto que tanto mi padre como mi madre eran madrileños de pura casta (Cava Baja y Las Vistillas, ahí es ná)
Así que la familia embarcó un día de principios de agosto decidida a coger aquella carretera nacional que pasaba por el Portillo de Buñol, el famoso Puerto de Contreras, el de Perales y tantas otras vicisitudes de aquellas vías hoy inimaginables. Y los cinco, incluyendo la abuela materna, con maletas y tal, subimos al bólido que nos llevaría a la capital.
De entrada, había un detalle técnico sin importancia, excepto para mi madre: La caja de cambios estaba tan desgastada que las marchas se salían, y mi madre tenía que ir, en su puesto de copiloto, sujetando la palanca. Imaginaos esto en todo un viaje largo.
Pasado Requena, con un calor espantoso y el coche, claro, sin aire acondicionado, un recalentón hizo saltar la tapa del radiador frente a nosotros, junto a un bonito chorro de agua. Así que tuvimos que parar.
No creáis que entonces la carretera era como ahora, no. Pasaba poca gente, y no había ni móvil ni asistencia en carretera: nada.
Afortunadamente, una cuadrilla de segadores que había por allí nos dejó el botijo, y mi padre paró una moto que pasaba y le llevó al pueblo más próximo. Volvió en otra moto con un mecánico que, sin otro material, confeccionó un tapón para el radiador con un bote de leche condensada. Y con esta reparación seguimos camino, con la idea de parar en Motilla, que era el pueblo más importante y con más posibilidad de una buena reparación.
Evidentemente, íbamos acumulando retraso. Llegamos a Motilla y nueva búsqueda de mecánico que nos arreglara ese coche. Nuevo retraso.
Aparentemente bien revisado y arreglado el animalito de aquellas averías detectadas por el genio aquel, cogimos carretera y cual fue nuestra alegría cuando, ya avanzada la tarde, el coche se nos va ahogando hasta que afortunadamente pudimos parar junto a un pino a la orilla del Pantano de Alarcón. Aquello no tiraba.
Nueva búsqueda de moto por mi padre y regreso a Motilla. Otra vez en moto con el mecánico motillano. Y resultó, mire usted, que al repasar el chiclé del carburador habían sustituido un tornillo original que llevaba un orificio por el que pasaba la gasolina por otro nuevo sin orificio. Nadie se explicaba cómo aquel coche, con el paso del combustible cegado por tan ingenioso cambio, había podido llegar desde Motilla hasta el pantano de Alarcón.
Total, que con esta historia y alguna que otra incidencia insignificante al lado de estas, llegamos a la Cava Baja a las tres de la mañana. Mi abuela y mis tíos estaban en los balcones esperando, la mar de preocupados (recordad: no había móviles ni cabinas en las carreteras) y nosotros habíamos batido nuestro propio récord de tardanza en ir a Madrid: 17 horas! Ni con el tren de entonces.
Entonces, en la Cava Baja se podía aparcar. Y no sólo eso, sino recuerdo desde los balcones de mi abuela estar inmerso en los mercados que algunas mañanas amanecían en esa calle, con las verduras casi al alceace de la mano, y el Mesón del Segoviano, cuyos dueños eran muy amigos de mis abuelos, enfrente.
Pero no creáis: con ese coche recorrimos la sierra de Madrid: El Escorial, San Rafael... Y despues volvimos a casa en un tiempo razonable. Claro: había pasado de nuevo por un mecánico con más equipamiento.
Otro año mi padre compró un Morris Van, que era una cosa más o menos como este pero en gris. Con él estuvimos a punto de chocar de frente contra un tanque. Pero esa es otra historia que ya os contaré si os gusta esta,
Espero que os haya parecido interesante Buenas noches y hasta la próxima