Los derechos fundamentales de todo ser humano (La sanidad, la educación, la justicia, el derecho a una vivienda digna, a sacar adelante a una familia, a aspirar a una justicia real, accesible y gratuita...), nunca deberían ser objeto de negocio, especulación o privatización. Si un gobierno gestiona mal, cámbiese el gobierno. Pero que no se utilice la rentabilidad como argumento para el saqueo de los bienes públicos. Los derechos no tienen precio, ni son negociables.


miércoles, 17 de septiembre de 2014

El tigre cojo

Erase una vez un tigre, un tigre adulto, grande, fuerte. Dominaba en su manada. Tenía varias hembras que le rodeaban, le acariciaban, jugaban con él y se prestaban sumisas a sus deseos. Los machos jóvenes le respetaban, se acercaban a él cabizbajos, y uno solo de sus gruñidos bastaba para poner orden. Cazaba sin problemas, y cuando traía sus presas toda la manada se acercaba con respeto, sumisa, a compartir el botín que él traía.

Pero un día, persiguiendo a una presa, el tigre se clavó algo. Una rama, una espina, no se sabe. Aquella herida se infectó y el tigre perdió la funcionalidad de una de sus patas traseras. Ya no podía correr, ya no podía cazar. Ya no podía enfrentarse a los machos jóvenes, que poco a poco fueron dándose cuenta de su debilidad y fueron perdiéndole el respeto. Aquellas hembras que tanto le cuidaban comenzaron a atender a aquellos otros más jóvenes, más fuertes, más capaces de cazar y de defender la manada. Ahora era el último en el reparto de la comida que traían los otros, cuando le llegaba.

El tigre lo comprendía. Recordaba el tiempo en que él desplazo al antiguo macho dominante de la manada. Estaba viejo, débil, y no quiso ni enfrentarse a él. Simplemente se fue y le dejó el parque de hembras y de cachorros.

Había llegado su momento. El tigre lo sabía. Uno de aquellos cachorros que él había defendido, a los que había traído alimento, ahora estaba grande y fuerte, ahora era el dominante. Ahora ocupaba la sombra de aquel árbol que durante años había sido privativa de él. Ahora las hembras se tumbaban a su alrededor, buscando los genes del triunfador.

Al menos, pensó nuestro tigre, no le atacan. Le miraron todos indiferentes, como a quien ha perdido su turno. Y comprendió. Ya no podía esperar favores sexuales, ya no podía esperar el respeto de los jóvenes, porque ahora los jóvenes eran los que mandaban, los que cazaban, los que cubrían a las hembras. No había sitio para un tigre cojo, que a duras penas podía desplazarse. Ni correr, ni saltar, ni pelear, ni mandar…

Y el tigre se fue. Se fue sólo, sin volver la vista atrás. Nadie le despidió, pues todos estaban muy interesados en disfrutar de su nueva distribución de poder. Nadie compartió con él su presa, pues ya no era útil. Su destino era vagar por aquellos lugares en los que no había un macho fuerte con quien enfrentarse. Como no podía cazar, tenía que comer carroña, la que le dejaban los animales más capaces. Nuestro tigre fue perdiendo fuerzas. Su alimentación perdía calidad y la infección de su herida iba predominando.

Se tumbó bajo un árbol. Sabía que no iba ya a salir de allí. Había competido con éxito contra adultos más fuertes, y había ganado gracias a su velocidad y astucia. Había disfrutado de las mejores hembras, y engendrado muchos cachorros que ahora eran más grandes, más fuertes y más rápidos que él. Ellos tenía que labrarse una vida, él había ya hecho su parte.

Movió el rabo. Las moscas le rodeaban, como siempre en aquel clima bochornoso. Algo se movió entre los matorrales cercanos, y un inmenso y joven tigre macho apareció, prudente, olisqueando. Sería el amo de aquel territorio. Pero él no venía a disputar nada a nadie, venía a descansar, a dejarse ir tranquilamente.

El recién llegado se acercó, poco a poco. Vio ante él a un macho cansado, vencido, herido, queriéndose dejar ir. Y sin duda comprendió que aquel no era su enemigo, sino que era su futuro. Se acercó más y le dio unos tremendos lametones en la cara, como de agradecimiento, como de acompañamiento. Y se tumbó junto a él, en aquel atardecer, dispuesto a defender a aquel tigre viejo de los carroñeros que pudieran molestar su partida.

Pasaron muchas horas. Llegó el amanecer, y nuestro tigre cojo había muerto tranquilamente, bajo un árbol, al frescor de la noche. El tigre joven le olisqueó y le lamió, como último reconocimiento, como despedida. Sabía que un día él sería expulsado de su manada, sería rechazado por las hembras que antaño le perseguían y sería sustituido por alguno de aquellos cachorros a los que había enseñado a andar, a cazar, a pelear. Quería tener el derecho a retirarse sin molestar, a pasar sus últimas horas libre, bajo un árbol tranquilo, ante un paisaje infinito.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Joder que triste es la pura realidad